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    26/04/2017 (actualizado: 24/05/2023)

    La Feria de San Isidro y el charro mexicano

     

    En estos días en que está a punto de celebrarse la Feria de San Isidro traemos la historia que nos contó Luis Pérez G. taxista con muchos, muchos años de profesión ,sobre lo que le pasó a él en la Feria del año 82.

    Madrid en el mes de mayo es una fiesta. Alrededor del día 15, San Isidro, la ciudad se engalana y se dan cita las mejores verbenas. Los mejores espectáculos y, entre ellos, la feria taurina más importante del mundo: San Isidro. Las corridas de toros atraen a numerosos turistas y cuando hay turistas tenemos mayor cantidad de trabajo.

    Luis Pérez G. conducía su taxi por la Gran Vía y de repente vio a una persona vestido de charro mexicano con su enorme sombrero y su, todavía más enorme, sonrisa en la cara. Era el centro de atención de toda la calle, al que todos lo miraban divertidos.
    Y en esto, paso lo que tenía que pasar: se acercó al bordillo de la acera y levantó la mano para coger un taxi.

    Atento siempre, Luis redujo la velocidad y paró a su altura. Obviamente iba a las Ventas, aunque esas horas le parecía exagerado: ni siquiera eran las 12 h de la mañana y hasta la hora que abriesen las puertas, había tela de tiempo. Pero era una buena carrera.

    Se acordó que ese día en concreto hacía el paseíllo el torero mexicano Francisco Curro Rivera hijo, a su vez, del conocido matador de toros Fermín Rivera Malabehar. Inmediatamente ató cabos y le preguntó si iba a ver al diestro mexicano. El pasajero se sintió halagado por ese reconocimiento. Enseguida congeniaron y se pusieron a hablar de toros mientras lo llevaba hasta las Ventas, no sin sortear los grandes atascos que se forman en el centro de Madrid en esas fechas.

    Durante el trayecto, Maximiliano, que así se llamaba el charro, le contó que, aunque no vivía en Madrid, nunca se perdía una corrida de su compatriota en España. Llegaron antes de las 13 h y Luis bajó la bandera. El Charro una vez abonada la carrera, le hizo un ofrecimiento: le invitaba al aperitivo y a comer si le enseñaba los bares taurinos típicos de la zona.

    A Luis P. le apeteció la idea de la invitación. Llevaba ya bastante tiempo al volante y un descanso de ese tipo le pareció de perlas. Dejó el coche en la calle Marqués de Mondéjar, porque sabía que al lado de los talleres de MMT Seguros siempre había algún sitio, y empezaron la ronda por diversos restaurantes donde el mexicano siempre daba el cante. En el doble sentido: por su vestido y porque a las primeras de cambio se arrancaba a cantar las típicas canciones mexicanas. La parroquia estaba encantada con él porque realmente era muy simpático y a cada momento decía que conocía a Curro Rivera. A medida que tomaba algo esa relación iba haciéndose más cercana: de ser únicamente compatriotas, pasaron a ser conocidos. Con otro brindis y alguna que otra ración más, ya eran amigos. Después amigos íntimos y luego ya cuando fueron a comer, eran familia.

    En la comida, Maximiliano se empeñó en comer con vino y ahí Luis ya se empezó a preocupar, porque por el camino que iba, se la iba a agarrar antes de que empezara la corrida y, francamente, le daba pena que, después de venir a ver a su compatriota, durmiese la mona mientras las faena. Entonces, puso en marcha una estrategia que alguna vez había llevado a la práctica, él mismo se hacía el borracho, le decía al otro que no podía aguantar el ritmo, y que, por favor, le ayudara a recobrar la sobriedad. Eso hacía que la otra persona se creciera y se sintiese protector del otro.

    Fueron a una terraza y Luis pidió un café negro. El mexicano también lo pidió para que viera su nivel de solidaridad. Gracias a esas dos tazas de café, el mexicano respondió bastante bien y, después de dar un paseo, Luis le acompañó hasta las puertas, todavía cerradas, de la plaza.

    Cuando, por fin las abrieron, Maximiliano se despidió de Luis, no sin antes quedar a la salida para seguir la juerga porque, estaba totalmente seguro que su “primo” Curro Rivera iba a hacer una faena antológica y eso habría que celebrarlo.

    Lo esperó, como habían quedado, en el primer lugar a donde habían ido a tomar el aperitivo, y llegó bastante perjudicado el mexicano. No era de extrañar que durante el festejo hubiera seguido tomando algo. Pero, de todas formas, seguía estando divertido y lenguaraz.

    Con la intención de seguir charlando con el charro en algún otro lugar, quería llevarle a un sitio donde se cantaba la salve rociera, pero al intentar acceder el taxi se derrumbó a causa de todo lo que habría ingerido. Ahora, Luis se encontraba metido en un gran dilema: no lo iba a dejar tirado y tampoco sabía dónde se alojaba, ni nada. Pensó en mirarle en los bolsillos para ver si tenía alguna documentación. Pero claro, no era cuestión de que le viera alguien y pensara que le quería robar o algo así. Finalmente, como pudo le sentó en el taxi y esperó a que pasara una patrulla de la policía. Tardaron poco, aunque a Luis le pareció una eternidad ahí parado.

    Les explicó la situación y uno de los agentes le revisó los bolsillos para ver si llevaba alguna documentación. Encontraron el pasaporte y la reserva de un hotel en la Gran Vía. La policía le pidió que lo llevase hasta el hotel y que ellos irían detrás, más que nada porque, dada la corpulencia de Maximiliano, no era muy rentable cambiarlo de coche.

    Al día siguiente, Luis pasó por el hotel para preocuparse por su amigo. Le dijeron que había dormido 12 horas y, cuando fue preguntado, no se acordaba de nada de lo que le había pasado a partir de la faena de su compatriota Curro Rivera. Había cogido su maleta, pedido que le avisaran a un taxi porque se iba al aeropuerto. Nunca más volvió a saber de su amigo Maximiliano.
    Pero el recuerdo, no se le ha borrado. Espera que a su cliente le pase lo mismo, aunque no se acuerde de nada de después de la faena de su “hermano”.

    Nueva llamada a la acción