Antes era bastante más habitual que ahora, que las mujeres dieran a luz en el trayecto al hospital. Nuestro amigo Juan R. taxista ya jubilado, fue protagonista de una de ellas. Y de algo más…
Serían cerca de las 12:00 h de la noche, cuando Juan R. recorría las noches madrileñas con la tranquilidad que había en aquellos tiempos: mediados de los 60. Había hecho ya dos carreras y buscaba con cierta ansiedad algunas más que le cubrieran la jornada que, tal como la presuponía, no iba a ser para tirar cohetes.
En una calle vio a una mujer medio apoyada en un árbol. Una persona a su lado estaba hablando con ella con evidente intención de ayudarla. Juan Ramón paró el taxi, se aproximó y enseguida se dio cuenta de que la mujer estaba embarazada. Bueno, más que embarazada, estaba a punto de dar a luz. Y más que a punto de dar a luz, es que estaba dando a luz o casi casi.
Varios compañeros suyos le habían contado situaciones de mujeres embarazadas que cogían un taxi y que llegaban a duras penas al hospital, pero él siempre tuvo la firme convicción de que nunca le pasaría algo parecido, porque tenía una aprensión tremenda a todo lo que fuera sangre y situaciones parecidas.
Le preguntaron si podían llevarla en el taxi al hospital, y se quedó como paralizado. En esto se paró otro taxi y Juan R. vio el cielo abierto: le diría algo en plan melodramático para que el taxista se apiadara de él y le evitase llevarla al hospital. Pero el conductor del otro taxi al ver cómo estaba el panorama casi se desmaya del susto: era todavía más aprensivo que él.
Ni corto ni perezoso, y haciendo de tripas corazón, Juan R. abrió la puerta de atrás y entre ambos y la señora que a duras penas ayudaba, subieron a la parturienta al coche.
A la altura de los hoy tristemente desaparecidos bulevares de Alberto Aguilera, la mujer ya no pudo más.
En aquella época era normal ir tocando el claxon y con un pañuelo en la ventanilla para avisar a los otros coches que había una emergencia -médica en la mayoría de los casos- y así tener preferencia de paso. De esta manera fueron, pero por poco tiempo, porque a la altura de los hoy tristemente desaparecidos bulevares de Alberto Aguilera, la mujer ya no pudo más y empezó a gritar, fuera de sí, que el niño estaba saliendo.
En los bulevares había los típicos chiringuitos de la época con sus mesas y sillas para disfrutar de la noche madrileña en plena primavera con sus horchatas y granizados. Juan R. paró el taxi y pidió ayuda. Inmediatamente se levantó un señor y se dirigió hacia ellos. Le dijo que era médico y, al ver el estado en el que se encontraba la mujer, les pidió a los camareros que calentasen agua rápidamente y que trajeran paños limpios.
Como quiera que se acercaron más personas a ayudar, Juan R. se retiró a un discreto segundo plano. Diríamos que a un sitio donde podía oír, pero no ver lo que estaba pasando. Él estaba satisfecho porque había cumplido su parte: había llevado a la parturienta si no al hospital, por lo menos a un sitio donde había un médico y, por tanto, mucho mejor atendida que donde la encontró.
Empezaron a oírse sirenas de ambulancias y policías, pero cuando llegaron ya había acabado todo.
Aquí se podría decir eso de “A buenas horas, mangas verdes”, pero la realidad es que en aquellos tiempos no había teléfonos móviles y, por tanto, las comunicaciones eran mucho más lentas.
La policía le preguntó por su marido y ella dijo que estaba en la vendimia en Francia. El niño se le había adelantado - en aquellos tiempos la ginecología no estaba tan avanzada como ahora y los plazos eran muy flexibles: demasiado, diríamos- y estaba sola en casa.
La policía dijo que haría lo imposible por avisar al padre, pero como estaba en un país extranjero, los avisos tenían que ir por caminos más complicados con lo que se iba a demorar su localización
La ambulancia trasladó a la mujer y al niño al hospital, y mientras, Juan R. les acompañó con su taxi para interesarse de que todo saliese bien.
Al día siguiente, a última hora de la mañana, regresó al hospital acompañado de su mujer que ya estaba al tanto de todo lo ocurrido, para hacerles una visita. Ella también quería participar en aquella situación nada cotidiana.
La madre estaba feliz con su hijo, que estaba estupendamente, según le habían dicho los médicos. Le iban a dar el alta muy pronto, y Juan R. y su mujer le dijeron que estarían pendientes para llevarla a su casa, porque era una barbaridad ir con un bebé recién nacido en el metro.
Además, la mujer de Juan R. se prestó para ayudarla en los quehaceres de la casa, ponerla en orden para la llegada del bebé.
Así lo hicieron, cuando llegaron a la casa la vieron muy limpia, pero con muchísima austeridad.
Juan R. y su mujer se miraron, y los dos pensaron que había que hacer algo. Él habló con sus colegas y les pidió una colaboración en metálico para comprar las cosas más necesarias al bebé. Y también alguna para la madre.
Mientras, la mujer de Juan R. habló con amigas suyas –algunas eran las mujeres de los taxistas que habían colaborado- y hacían turnos para arreglar la casa y hacer la comida –o se la llevaban hecha- para que la madre no tuviera que hacer otra cosa que dedicarse a su bebé.
A los cinco días llegó el marido y padre del niño. Estaba totalmente emocionado al ver a su hijo y –cómo no- por cómo se habían portado los taxistas con su mujer en semejante situación.
Juan R. le preguntó que qué tal se le había dado la vendimia y el buen hombre estaba bastante satisfecho con lo que había ganado, nunca mejor dicho, con el sudor de su frente.
Este sueldo le permitiría afrontar los gastos del bebé y quiso devolver, a Juan R. y al resto de taxistas que les habían ayudado, lo que habían puesto, pero estos no lo aceptaron. Estaban muy orgullosos de lo que habían hecho y no querían nada a cambio.
La madre llamaba con relativa a frecuencia a Juan R. y a su mujer, para verse de vez en cuando para tomar un refresco. A Juan R. le encantaba ver como el niño iba creciendo. No lo consideraba suyo, pero…
Son numerosas las anécdotas de este tipo de las que fueron protagonistas taxistas. Muchas de ellas no tenían más historia que esa: llevar a parturientas a toda velocidad al hospital más cercano y tranquilizarlas con su actitud y buen hacer. Pero en todas, como en la de Juan R., se refleja la conciencia cívica de todas estas personas.