Cruzas la puerta del tanatorio y ves una esquela en la pared. En el texto no hay “muerte” por ningún lado. Solo “ha partido”, “nos ha dejado”, “descansa en paz”. El lenguaje, cuando se enfrenta a lo inevitable, se vuelve pudoroso. Nombrar la muerte sin nombrarla es una forma de protección, un gesto de ternura.
En español, las despedidas se visten de eufemismos. Decir “murió” suena duro, casi un golpe. Por eso preferimos rodeos: fallecer, irse al otro barrio, pasar a mejor vida, descansar en paz. La mayoría de las esquelas en prensa utilizan verbos suaves o metafóricos, nunca directos. No es casual: el lenguaje amortigua el impacto emocional y nos permite procesar el dolor con cierta distancia.
En otras culturas ocurre igual. Los ingleses dicen passed away o simplemente gone, como si se tratara de un viaje que aún continúa. Los franceses prefieren disparu, “ha desaparecido”, una palabra que sugiere que la persona sigue existiendo en algún lugar fuera de la vista. En japonés se usa nakunatta, que literalmente significa “ha desaparecido” o “ya no está”, y que combina delicadeza con respeto. En el portugués de Brasil, se dice foi embora, “se fue”, mientras que en el italiano cotidiano se escucha è venuto a mancare, “ha venido a faltar”, casi una excusa cortés ante lo inevitable.
Todas estas expresiones comparten un gesto: transformar la muerte en ausencia amable, convertir el vacío en movimiento, el final en tránsito. Es el intento universal de hacer soportable lo insoportable, de seguir hablando de quien se fue sin cerrar del todo la puerta.
Las lápidas son una forma de literatura comprimida. Algunas conmueven, otras arrancan una sonrisa. En Madrid, el Cementerio de La Almudena guarda inscripciones populares como “Menos flores y más JB”, que ilustran ese humor que aligera el adiós. Y sobre el célebre “Perdone que no me levante”, conviene despejar el mito: se atribuye a Groucho Marx, pero no figura en su tumba; la frase se ha difundido sin base documental.
Cada frase encierra una historia, un modo de entender la despedida. El obituario también es un arte. Con las esquelas pasa un poco lo mismo. Por ejemplo, la de Miliki “Ruegan una sonrisa por su alma”. No solo se informa de una pérdida, sino que se hace referencia a toda una vida. Algunos diarios, como El País o ABC, mantienen secciones donde los obituarios alcanzan tono narrativo, casi literario. Al fin y al cabo, son la última palabra pública sobre alguien.
No todos quieren ser recordados con frases. Hay lápidas desnudas, sin epitafio, o solo con un nombre. El silencio, en esos casos, no es vacío: es respeto. Decidir no decir también es una elección. En los pueblos pequeños, aún se estila la fórmula más sobria: “Familia de…”, como si bastara con la red familiar para contar una vida entera.
Los antropólogos señalan que el silencio forma parte del ritual funerario de despedida. Evitar la palabra “muerte” no es negarla, sino convivir con ella sin quebrarse.
Las redes sociales han cambiado la forma de despedirse. Facebook permite convertir un perfil en “conmemorativo”; Instagram se llena de fotos con frases como “vuela alto” o “siempre en mi corazón”. Los emojis se han convertido en lenguaje del duelo: 🌹, 🕊️,💫.
Los jóvenes españoles han dejado algún mensaje de condolencia en redes. Numerosas páginas te ponen ejemplos de cómo transmitir mensajes de apoyo o cómo dar el pésame en las redes sociales. La despedida digital se ha vuelto parte de la memoria colectiva.
Aquí es donde entra, con discreción, el papel del seguro de decesos. No solo cubre los gastos del sepelio o los traslados; también permite que la despedida sea fiel a los deseos de quien se va. Que la esquela, el epitafio o la ceremonia reflejen su forma de ver la vida.
En muchos casos, las familias agradecen no tener que improvisar en medio del dolor. El seguro de decesos alivia trámites, coordina gestiones y garantiza que esa “última palabra” —la literal o la simbólica— se cumpla sin cargas adicionales.
Evitamos decir “muerte”, pero seguimos hablando de ella todo el tiempo: en los mensajes, en las flores, en las frases que elegimos. Porque el lenguaje no borra el miedo, pero lo hace soportable. Y porque al final, lo importante no es la palabra elegida, sino el afecto que la sostiene.
Quizá por eso seguimos buscando nuevas formas de decir lo mismo: que alguien se fue, pero no del todo.
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